Una canción llamada sociedad
La música ha perdido su esplendor como obra, porque hoy se convirtió en un dato más, en un contenido, en una información, en una métrica de consumo. Las canciones se transformaron en instrumentos de medición de escuchas.
Hoy las canciones se miden por likes, comentarios, reproducciones o vistas de sus videoclips, obviando que, incluso, hay inteligencias artificiales dedicadas a crear canciones o, a la par, bots que reproducen sin parar discos o sencillos en plataformas de streaming buscando monetización.
Según un estudio del Centre Nationale de la Musique (CNM) de Francia, se calcula que, en 2021, entre el 1 y el 3 % de todos los streams en este país fueron fraudulentos, representando una estafa de entre 1.000 y 3.000 millones de reproducciones.
De ahí que dado ese tratamiento como contenido, la capacidad vocal, la calidad interpretativa de una canción o su riqueza literaria, al parecer, ya no son determinantes en el mercado de la música o, al menos, se flexibilizaron esos estándares buscando masificar los consumos.
“El 'arte agradable' es, diciéndolo con términos modernos, un arte popular. Divierte y entretiene agradando inmediatamente a los sentidos. Por eso es un mero objeto de disfrute”, así lo explica con acierto el filósofo Byung-Chul Han en su libro Buen entretenimiento. Y además ese es un disfrute rápido y efímero, que además busca ser intenso.
Ese contexto sirve para entender por qué los músicos se dan todo tipo de licencias para hablar de temas como los expuestos en la reciente canción titulada “+57”, una pieza que, hay que decirlo, aborda temáticas típicas del género (y no sorprende que hablaran de ello) como drogas, fiesta desenfrenada o sexualización de menores de edad; y ojo, son temáticas que han abordado a lo largo de los años, con más o menos maquillaje, también el vallenato, la salsa, el rock, la ranchera, el rap, el merengue y otros estilos (aunque no como la lírica dominante que los define, contrario al género urbano).
Así que hay que enfatizarlo, cual plana escolar, ahondar sobre esa temática no es el eje de este texto, pues ya hay suficiente ilustración en redes sociales, en programas de radio, televisión, columnas de opinión, pódcasts y otros formatos. El interés de este artículo es reflexionar sobre la creación musical, su relación con sociedad y el consumo.
Sí, como ya se mencionó, la música se convirtió en un dato o un contenido más (verbigracia, al día se publican un promedio de 120 mil canciones en plataformas de streaming, según datos de eldiario.es) y citando al historiador Yuval Noah Harari en su libro Nexus, entonces, “¿por qué somos tan buenos a la hora de acumular más información y poder, pero tenemos mucho menos éxito a la hora de adquirir sabiduría?”.
Pensemos en este dato revelado por la UNESCO en octubre de 2024: “más de 370 millones de niñas y mujeres en todo el mundo se ven sometidas a violaciones y abusos sexuales en la infancia”. Y en Colombia, según reporte de Medicina Legal con corte al 31 de agosto de este año, 375 menores de edad fueron asesinados.
Y entonces la cuestión: si esa información es de dominio público, ¿por qué se siguen abordando temáticas que idealizan la figura infantil como un trofeo sexual? ¿Por qué emular la estética de la cultura narco en los videoclips musicales? Si Pablo Escobar realizó 623 atentados y patrocinó el asesinato de 550 policías, según cifras de la Revista Semana, entre otras acciones sangrientas, ¿cuál es la razón para seguir promoviendo sus camisetas, gorras y otros souvenirs como si fuera un héroe nacional? Incluso considerando las dificultades económicas y de empleo en el país, ¿prima la venta de una camiseta sobre la toma de conciencia de las familias que destruyó el narcotráfico con sus carros bomba?
Preguntas como esas es necesario plantearlas, porque si hay acceso a mayor información de determinadas tendencias culturales, problemáticas sociales y de disímiles dinámicas del Colombia y el mundo, por ello se debería asumir una responsabilidad como artista o creador, claro, sin caer en el veto o en limitar la libertad de expresión (esa discusión podría ahondarse en otro texto y así buscar consensos).
Al respecto, Carolina Rojas, directora del Magdalena Fest y del Festival Altavoz, opina que en el contexto actual de la música, “este fenómeno de restablecer esa cultura traqueta que teníamos antes, es de las lógicas de personajes reguetoneros; ellos crecieron en esa cultura y de alguna manera quieren retomar ciertas cosas creyendo que es cool y que eso representa a Medellín”.
¿Tienen entonces una responsabilidad social los artistas? Como sentencia Juan Fernando Trujillo, comunicador social, melómano e integrante del equipo del Festival Medejazz en Medellín, “los artistas sí tienen una responsabilidad social con lo que cantan”. Y quizás esa responsabilidad que también puede llamarse compromiso, tanto con ellos mismos, con el público y con el desarrollo de la sociedad misma, tal vez sea más difícil dada la presión por figurar, ganar dinero, lucir bellos, aumentar seguidores en redes sociales o viralizar canciones, en definitiva, ¡ser exitoso!
También se hace más complejo porque la vida de hoy parece una estampida humana donde cada quien intenta huir para atesorar su vida. Cada persona corre buscando no solo sobrevivir, sino que también sortea su vida como un niño malcriado que desea que le satisfagan todos sus caprichos. Y si la música ayuda a cumplir tales deseos y puede funcionar como un impulso constante, como dicen en la calle: “¡Va pa’ esa!”.
Aunque ahí surge un riesgo, pues se eleva la supremacía del individualismo y “ninguna sociedad estable se construye ahí donde cada uno celebra la misa del yo y es el sacerdote de sí mismo, ahí donde cada uno crea y escenifica una imagen de sí mismo y se exhibe a sí mismo”, tal cual plantea el filósofo surcoreano Han en otro de sus textos, llamado La crisis de la narración.
Incluso con esa ejemplificación sobre la “misa del yoismo” y donde el otro es menospreciado, lo cierto es que el mundo actual funciona en una lógica egoísta y del triunfo propio, donde se maximice la experiencia de vida ya sea con el deporte, la fiesta, las drogas, el sexo, los alimentos, los viajes, las compras o con todo aquello que parezca darle éxtasis en extremo al sentido de la existencia, a esa monótona vida que se funda —pero que muchos no han comprendido— es en el valor de la cotidianidad.
Y la música de estos tiempos sí que tiende a esa intensificación, sobre todo si esto genera grandes réditos económicos, porque allí los grandes medios de comunicación y las marcas de ropa, perfumes, automóviles, alimentos, relojes, gaseosas, bebidas alcohólicas o energizantes, entre muchos otros, entonces también entran a rentabilizar. ¡Y en este punto se impone el sonido de la caja registradora, no las voces, las letras y menos los instrumentos!
¡Qué bien lo analiza el grupo de punk Los SuzioX en su canción "De donde sale el dinero", cuando cantan!: “Defensores de la nueva decadencia/Que han vendido su cuerpo y su conciencia”.
Lo dicho está sintonía con lo expuesto por el antropólogo y teólogo de Barcelona, Lluís Duck, en su libro Vida cotidiana y velocidad, al decir que “es congruente aseverar que la mayoría de las cadenas y empresas de comunicación constituyen la expresión más importante, nociva e influyente de lo que en profundidad es y pretende ser la sociedad neoliberal de nuestro tiempo, la cual, como es sabido, se fundamente en lo económico y las apariencias, en la 'mortalidad' de los sistemas de la moda y del 'star system'... Los 'mass media' provocan, aunque parezca un contrasentido, una descomunal desinformación, desinterés e incomunicación crecientes, acompañadas casi siempre por una real indiferencia y despreocupación por la suerte material y psíquica del otro”.
Una cuña radial de una emisora planteaba una simple, pero a la vez profunda frase: “eres lo que escuchas”. Y en efecto, cada quien decide qué lee, cómo se alimenta, qué lugares frecuenta, con quién se relaciona y, claro, también lo que escucha. Pero, ¿hay conciencia en todo ello? ¿O simplemente lo que está de moda es aquello que se impone? ¿Termina el mundo de afuera moldeando el espíritu, las posturas y la visión del mundo de cada quién?
“Encarnamos desde hace algunos siglos un cierto tipo de humanidad: hombres formados más para la búsqueda de la intensificación que para la trascendencia, como lo estaban los hombres en otras épocas y culturas… Lo que se nos ofrece como mejor es un desarrollo de nuestros cuerpos, una intensificación de nuestros placeres, nuestros amores, nuestras emociones, cada vez más respuestas a nuestras necesidades, un mejor conocimiento de nosotros mismos y del mundo, progreso, crecimiento, aceleración, más libertad… Una intensificación de la producción, del consumo, de la comunicación, de nuestras percepciones, así como de nuestra emancipación”, dilucida el filósofo francés Tristan García y nos ayuda con ello a comprender el mundo contemporáneo y en especial la música que se crea en la actualidad, donde cada quien es libre de elegir qué escucha, pero que a la vez, de forma notable, esto traduce un notorio triunfo de lo que agrada inmediatamente a los sentidos, pues intensifica el goce y la acción, no al contrario, la pausa, la contemplación o la reflexión. En síntesis, es el reflejo de la sociedad actual.
Y cuando la sociedad del consumo se impone, priman sus gustos y sus valores, como explica el profesor Eduardo Domínguez.
La vida corre acelerada en estos tiempos, pero al final de la carrera, ojalá se evidencie una ponderación en la creación, el consumo y que estos, a su vez, reflejen el desarrollo y la transformación de las sociedades con conciencia de aquello que toma para el espíritu. Porque, como dice el neurólogo Viktor Frankl, “la libertad corre peligro de degenerar en mera arbitrariedad, salvo si se ejerce en términos de responsabilidad”.