Clase de percusión

[Historias festivaleras] Dos días en Palenque

¿Ya conocen ustedes el primer pueblo libre de América? Esta es la historia de un viaje musical...
Jueves, 19 Octubre, 2017 - 03:58

Por: Lina Botero

En la clase de percusión del Festival de Tambores y Expresiones Culturales de San Basilio de Palenque, lo primero que enseñan es que el ritmo se interioriza antes de ser interpretado. Grabándonos ese “Tucutuntum” no dejamos que las manos, los pies o el cuerpo se pierdan del sonido. El ritmo como que se va quedando... Como se van grabando en la piel, las pocas horas pasadas en el primer pueblo libre de América.

Para llegar a Palenque hay que embarcarse en un recorrido en bus desde Cartagena durante una hora. Y llegando al municipio de Mahates, alzar la pierna para entrar al pueblo en moto. La moto, que preferiblemente sea de Negro Tremendo, un joven que al atravesar la plaza que guarda el monumento de Benkos Biohó (líder que liberó a los esclavos cimarrones) todos los muchachos palenqueros tienen que saludar.

En Palenque todos son familia, todos tienen una cotidianidad común que retumba cuando suenan los tambores en cada casa o cuando suenan los picós en cada calle. Desde la entrada que atraviesa barrio abajo hasta el arroyo que limita barrio arriba, hay un saludo cotidiano o un chisme popular. Todos se conocen. Todo conduce a la palabra compartida o al encuentro bailado.

Y entonces amanece y el festival se comienza a vestir de sus vendedores y comerciantes que aprovechan el público de afuera para presentar todos sus productos gastronómicos, sus bebidas tradicionales, su cultura envuelta en peinados y vestimentas. A las casetas de la feria palenquera no les puede faltar el hielo, que llega en un Spark vinotinto y que mujeres y hombres cargan con sus propias manos hasta llenar las neveras que enfriarán el ñeque, la bebida alcohólica tradicional.

La bulla y la fiesta van comenzando a eso de las tres de la tarde, misma hora en que el cielo hace su visita anual con un buen aguacero, “Agua que tiene que caer o sino no sería el Festival Palenquero”, contaba Tomás Teherán, director de las Alegres Ambulancias e hijo ancestral de la herencia de los Batata. La lluvia sagrada, o al menos puntual y oportuna durante los dos días que estuve ahí, dura aproximadamente una hora u hora y media, tiempo en el que se preparan los palenqueros para bailar todos los géneros musicales de este país.

Y sí. Pasa que cuando arrancan las presentaciones en tarima uno se va dando cuenta que los tambores están ausentes durante algunos momentos. Que no es un esencialismo ligado al retumbar de los cueros, sino una feria en la que todos los grupos que hacen música en Palenque y en Colombia e incluso, en algunas partes del mundo, se dan lugar en esa tarde costeña. Es una feria de pueblo en el mejor sentido de la palabra, para que niños, jóvenes y adultos palenqueros muestren su propia cultura y conozcan formas ajenas de bailar y cantar la vida. Entonces, el festival se convierte en una celebración a las 24 horas del día que vive el palenquero que habita su propio universo, con su lengua, con su clima caliente y húmedo, con su olor a leña y sus casas viejas.

La oportunidad de caminar la tierra mojada de Palenque es en sí el Festival. Llegar un fin de semana como este a conocer a los miembros de un pueblo, en sus casas, con su comida y con sus tradiciones es en sí el festival. El ventilador con su ruido útil para no morir de calor. Los buenos días de Linda, la niña que dormía en el cuarto paralelo y que habitaba la casa que me recibió. El jugo de guayaba cocinado con clavos antes de ser licuado que preparaba Catiluz, la mamá de Linda. El arroz con coco, pescado frito y fríjoles blancos que Edison tenía en su “lonchera” y que me dio a probar mientras vendía el ñeque. La pierna operada de Alfonso, el de la casa de en frente. Las ganas que tenía Tyler de enseñarme a bailar Mapalé a una velocidad humanamente posible, porque aceptémoslo, los palenqueros que bailan Mapalé, no son de este mundo.

El fondeo, quemao y tapao de cada uno de los tambores que sonaron esas dos noches. Kombilesa Mi. La toalla que se cuelgan todos los hombres en los picós para secarse la calentura del baile plebe. La minitk a la que nos invitó Negro Tremendo, a oscuras, en la que cuestioné mi juventud al sentirme algo perturbada por la posición de las mujeres en la pelvis de los hombres. Gustavo, el papá de Linda, preparando tinto de 3 de la tarde mientras afirma que no entiende por qué tomamos tinto a las 3 de la tarde y advierte que es primera vez en su vida que hace café.  

Greace, Andrea, Natalia, Alejandro y Camilo; nosotros como parche observador y a veces bailador, de Palenque. Negro tremendo, una y mil veces, negro tremendo. Alí diciendo “Tú puedes dar guineo, patilla y maracuyá, pero nunca des papaya”. El silencio del arroyo y el camino con el árbol en la mitad para llegar a él. Mi vida como fotógrafa de todos los niños palenqueros, protagonistas de la fiesta y habitantes de todas las esquinas de la tarima. La moto en cada esquina convertida en silla para descansar del baile. Los niños bailando champeta. La champeta y las dos noches estrelladas.

El festival de San Basilio de Palenque fue una oportunidad nueva de reconciliarme con el mundo, gracias a sus habitantes. A las vidas que conocí, a los niños que bailaron y a ese tucuntum de la tarima y de las calles. Y, confesando que no me quedé viendo cada una de las presentaciones del festival,  pues me enamoré de cada picó, sé que esa plaza palenquera fue un tributo a la música tradicional y a la cultura colombiana, y que si hay algo que puede ponerle rostro al festival y a su fiesta, es la cara de quienes se te paran en frente para decirte “Bienvenidos a Palenque”.